Hace un año que llegué a este pueblito y me convertí en médico rural. Éste está siendo mi contrato más largo desde los cuatro años de especialidad como MIR en Medicina Familiar y Comunitaria. Después fui “dispositivo de urgencias”, “sustituta”, “pediatra”… tuve contratos de quince días, un mes, dos meses; contratos virtuales, contratos que me prometieron, contratos que seguramente me correspondían pero nunca me ofrecieron.
Empecé a trabajar con lágrimas en los ojos, dejando a una niña de dieciséis semanas y un día en brazos de su entusiasmada y santa abuela. Lloré aquel día y los siguientes, porque esos brazos no eran los míos, porque en lugar de amamantar a mi hija me veía sentada en el vater del consultorio enchufada a un sacaleches. Ya se sabe, la conciliación y el “yo no renuncio”.
“Ya verás, allí vas a trabajar agusto. Y vas a conocer las grandes miserias del ser humano”, me dijo un compañero. Así está siendo.
De estos doce meses me quedo con el día a día junto a mis compañeros, excelentes profesionales y mejores personitas.
De estos doce meses me quedo con nuestras visitas a E y R, con el instante en que E nos miró para decirnos “esto viene a por mí… tengo la muerte encima“, con la mañana en que R nos avisó de que su marido acababa de irse para siempre.
Me quedo con tus ganas de quedarte embarazada, con el titulillo de “deseo gestacional” en la pantalla del ordenador, con todo lo que hablamos y no quedó escrito en tu historia de salud digital.
Me quedo también con el momento en que viniste a decirme que por fin lo habíais conseguido, con tus dudas y los consejos que no están en las guías de práctica clínica. Todo va a salir bien… y ya mismo tendrás a tu pequeño en brazos.
Me quedo con la madre que parió a su hijo muerto, con el abuelo destrozado porque a su nieto le robaron la vida en la carretera.
Me quedo con que has decidido dejar de fumar, con nuestro pacto de no insulinizarte porque comerás menos y bailarás más.
Me quedo con tu cesta de mimbre, tu flor recién cortada, tu pan casero, tu casa cueva, tus tomates, tus melocotones, tus morcillas y tus chorizos.
Me quedo con el fatídico día en que vimos aterrizar el helicóptero en el campo de fútbol. Porque no es que te salváramos la vida, es que fuiste tú el que nos salvó a nosotros. Yo también te llevaré siempre en el corazón, mi valiente V.
Me quedo, por último, con el viaje de vuelta a casa soñando con tu sonrisa y tu abrazo tierno. Porque eres lo mejor de él y lo mejor de mí, lo más puro y hermoso. La niña que vino con el verano y lo hizo eterno.
(Disculpen esta ausencia de dos años…)
Salud y mucha Paz.